No soy artista vocacional, ni dotado. Soy artista por voluntad, soy artista por decisión, por emperre en convertirme en alguien con cierta idea de riesgo, en alguien radicalmente inútil, convencido de que no hay que resistirse a hacer el ridículo: dispuesto a morir con las botas puestas.
Yo quería ser nada. En realidad, yo no quería ser. Pero puesto que estaba ahí, puestos a estar, con las estrellas. Ser star.
Ya que la vida parecía no tener remedio, apostaría por vivir no una, sino varias vidas. En una atractiva y callada trashumancia gatuna, me pasearía por un montón de escenarios interpretando el papel más adecuado, en cada momento, a mi estado de ánimo. Romántico por individualista, excéntrico por exagerado, dandy por impertinente.
Ser artista como coartada, como excusa para superar la timidez, hacer lo incorrecto, decir barbaridades y cometer imprudencias. Conseguir la celebridad como forma de destrozar el envoltorio de falsa modestia, la mezquina naturalidad y la aplastante mediocridad del entorno. Retratar las fantasías autobiográficas de todo el mundo. Afrontar con ironía las malas jugadas y anticipar, con sorna, lo irremediable.
Me construí como artista. Artista y funambulista, en la cuerda floja. Mi dedicación al arte obedece a un intento de supervivencia social y emocional. Porque como artista intencionado soy un artista convencido de que el arte es evitable, de que no sirve para nada o, como mucho, para hacernos compañía en la desolación.
El hecho de no madurar a tiempo me ha permitido envejecer atrasando el desengaño. Atacado de descreimiento absoluto, el arte es finalmente, sobre todo, mi espacio de resistencia. El espacio de la autenticidad del artificio, del engaño, del desliz, de lo ilusorio, de la simulación, de lo intersticial, de lo larvado y de lo enquistado en lo intersticial. Ese espacio, abierto o cerrado, en el que puesto que no puedo dejar de ser, casi consigo ser nada.