La historia de un país no es igual que el país de una historia. El país que Carlos Pazos construye en la película “Yo inventé unos Llopis” se basa en hechos reales pero también es su propia historia, o más bien la historia de cómo se estructura una ficción, una obra de arte, un poema musical: la de sus “Nuevos Llopis”. La historia de la revolución cubana se suele contar linealmente: un periodo donde la corrupción del gobierno de Batista y la presencia de la mafia norteamericana aparentemente lo controlan todo (aunque en ese mismo periodo de esplendor y de corrupción ya los revolucionarios le estaban pisando los talones al dictador cubano); y un segundo y larguísimo periodo en el que la dictadura de Castro evolucionará desde ser un movimiento liberador frente al Imperio norteamericano (la “Cuba Libre” de la propaganda revolucionaria) hasta convertirse en un régimen opresor en todos los niveles de la vida social de los cubanos, incluyendo el de la música. Esto no impedirá que la cultura siga floreciendo y también su música autóctona y a la vez la influida por los EE.UU., como el Rock and Roll que pasó a ser la música underground en Cuba a partir de 1963. Castro se inventó un término para definir lo que por aquellos mismo años en la España franquista fue la “Ley de vagos y maleante” y que Castro, más creativo que Franco, denominó como los “elvispreslianos”, por el famoso rey del Rock and Roll norteamericano Elvis Presley. El país de una historia, de esta historia, de este docufilm, es muy otro: ni denuncia ni renuncia a la Historia sino que con fragmentos de la intrahistoria construye una nueva realidad sonora y visual. Esta nueva realidad es la de un grupo de Rock and Roll, “Los Llopis” (primero como Cuarteto Los Llopis Dulzaides y luego ya simplemente “Los Llopis), que existió en la época anterior a la revolución, y después desapareció pero que Carlos Pazos reconstruye, por un lado a base de recuerdos y de voluntad memorística extraída de documentos recuperados de los años 50 del siglo pasado y, por otro lado, entrevistando a personas que conocieron, bailaron y amaron al grupo musical Los LLopis. Por esta razón, el propio artista, Carlos Pazos, aparece en la mitad del film diciendo: “Yo inventé unos LLopis”. Es decir, el director inventa un país dentro del país, una historia dentro de la Historia, los sonidos de una música dentro de lo que es la brillante música cubana. La música de Carlos Pazos es la música de esos LLopis que existieron aunque también es la música de sus LLopis, inventados por el artista aunque tan reales como los verdaderos LLopis originales y, en última instancia, herederos de aquellos que en verdad animaron el ambiente musical anterior a la revolución de Castro. El reto, pues, de este documental (o más bien película) no es solo el de recuperar una parte de la memoria musical de un país, sino el de construir en una ficción tan poderosa como la realidad misma, el de hacer de una memoria que ha sido tachada por la intolerancia y la estupidez de algunos revolucionarios pero que ha permanecido viva en la memoria colectiva de Cuba, dentro y fuera de aquel país. La obra de Carlos Pazos se puede decir que parte de una “nostalgia activa”, de una “melancolía dinámica”, viva, siempre sorprendente y siempre renovándose, haciendo de la fragmentación “recompuesta” una acción revitalizante, temporal y estéticamente. Realidades recogidas aquí y allá, en España, en Cuba y (al final en París), para componer una nueva realidad más poderosa que la realidad misma, es decir, una obra de arte. De este modo, el anuncio de los cigarrillos Wiston con música y baile caribeños, aunque teñidos de modas y modos norteamericanos, aparecen desde el principio de la película como un emblema sociocultural que lo dice todo: en la cuba de los años 50 por poderosa que fuera la influencia norteamericana en la isla todo terminaba siendo auténticamente cubano; algo que no se entendió en la época revolucionario porque se vio en el Rock and Roll un símbolo del imperialismo norteamericano, cuando en verdad la música es posible que tenga un origen en un país pero en absoluto esa música es parte del aparato propagandístico, eso sería adjudicar a los políticos una inteligencia que no tienen. En todo caso sería una estrategia comercial, inclusive si fuera así qué más da, porque el pueblo cubano supo cubanizar hasta los posteriores misiles rusos, convertirlos en un teatro del terror con música caribeña de fondo. Las versiones del Rock and Roll de Los Llopis no solo eran imitaciones, eran adaptaciones en el fondo y en la forma, eran apropiaciones, cubanizaciones que los cubanos de entonces, y los de ahora, las hacían tan suyas como cualquier ritmo cubano, eran collages no imitaciones. Del mismo modo que la película de Carlos Pazos no es un documental historicista, sino que se apropia de fragmentos de la historia cubana para construir su propia historia, como lo hace en su obra plástica y fílmica. Fragmentos de realidades aparentemente desconectados adquieren una coherencia y son una pregunta incómoda: ¿Por qué todas las dictaduras y las democracias políticamente correctas (la peor lacra de la democracia) con frecuencia ven en la música un elemento socialmente peligroso, amenazante, invasor? Esto está implícito en la película de Pazos (ni se dice ni se explicita de ninguna manera) porque el artista huye siempre de lo explícito, hasta cuando él mismo irrumpe como protagonista cada día del rodaje y los vemos con una camisa colorida, tropical, diferente. Unas camisas que dicen algo pero que no necesitan ninguna explicación. ¿Entonces, de qué trata esta película? Esta película trata de una mirada poética, y de una escucha respetuosa de lo cubano y de los cubanos. Una mirada que se detiene en detalles de la realidad cubana, pasada y presente, espacios, lugares, objetos, gestos, rostros, coches, edificios en ruinas y un Hotel Riviera que, como dice una mujer entrevistada, “está igual que en los años 50”. Una escucha que no discrimina entre los que saben mucho o entre personas escogidas al azar en la calle, personas cuya memoria es tan válida como la de un especialista en música cubana. Mirar y escuchar, esa es la función principal del artista, del poeta. Mirar y escuchar para apropiarse de esos fragmentos visuales y orales y así construir la historia propia, la de un artista, la de un poeta, la de un país, la de una obra cuya grandeza está en esa acumulación de pequeños detalles que reunidos nos hacen llorar lágrimas de cocodrilo.